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ESPAÑA. Conferencia de Mariano Rajoy en el XII Congreso Nacional de la Empresa Familiar

Editor Noticiero DC |

Quiero que mis primeras palabras sean para trasmitirles mi más cordial enhorabuena. Mis felicitaciones más sinceras por estar aquí, dado que ello significa que sus empresas siguen vivas, generando riqueza y empleo. En unos tiempos como estos que corren, subsistir es ya una victoria. Y por esta victoria contra la crisis les doy a todos ustedes mi enhorabuena y mis felicitaciones.

Otros, por desgracia, no lo han conseguido. Más de cien mil empresas han desaparecido y ciento ochenta y cinco mil autónomos han cesado en su actividad desde la última vez que nos vimos, en su decimoprimer Congreso el pasado año en Madrid.

A las felicitaciones por la supervivencia debo añadir el agradecimiento. Como ciudadano expreso el respeto por todos aquellos emprendedores que en circunstancias muy difíciles, quizás las más difíciles de las últimas décadas, son capaces de seguir luchando por sacar sus empresas adelante, de adaptarse a las nuevas realidades y de mantener abierta la esperanza hacia el futuro.

Los auténticos empresarios españoles, los que emprenden, los que generan riqueza y empleo, no están acostumbrados a recibir reconocimiento por su labor. Por eso he querido, en mi nombre y en lo que represento, saldar esta deuda aquí y ahora.

Estamos en Zaragoza, cerca de Figueruelas. La pasada semana trece personas, reunidas en una ciudad del Estado de Michigan llamada Detroit, decidieron no desgajar de la empresa matriz la firma Opel. Nada que alegar. Pero creo que es más que probable que ninguna de esas personas sepa dónde esta Figueruelas, ni Zaragoza, ni conozca la factoría aquí instalada, ni haya visto nunca a ninguno de sus directivos, técnicos ni trabajadores, ni conozca su angustia ante el porvenir, ni su miedo a perder el puesto de trabajo.

Esa es la diferencia con las Empresas Familiares. No es cuestión de ponernos ahora a catalogar al mundo empresarial; para un dirigente político, como es mi caso, cualquier empresa que contribuya al desarrollo económico de España, merece reconocimiento. Pero permítanme decirles que en este Congreso me siento especialmente cómodo. Aquí se respira una distinta vinculación con las empresas y con quien trabajan en ellas; aquí se ve una historia continuada de ilusiones, esfuerzos personales, trabajo perseverante por conservar un proyecto, que un día fue un sueño individual, y hoy se mantiene como un eslabón más hacia el futuro.

Es fácil aquí sentir la cercanía de la vida empresarial. Los apellidos son sagas orgullosas de serlo y de perpetuarse; las personas que se agrupan en el Instituto de la Empresa Familiar entienden que el devenir de sus empresas es algo similar a la marcha de su biografía.

Por eso tengo que agradecerles que, una vez más, me hayan invitado a compartir con ustedes esta jornada. Gracias a Simón Pedro Barceló por sus afectuosas palabras de presentación que sólo puedo corresponder comprometiéndome a acudir a estos Congresos cada vez que ustedes lo soliciten. Soy ya un clásico de este tipo de encuentros, dado que es la quinta vez, tras los celebrados en Tenerife, Valencia, Palma de Mallorca y el del pasado año en Madrid, en que formo parte de estas reuniones. Créanme cuando les digo que es una satisfacción y, por qué no decirlo también, un orgullo personal ser ya un invitado habitual entre ustedes.

Y dado que estamos de reconocimientos, debo también agradecerles el lugar donde han ubicado mi intervención; participar a continuación de una mesa redonda de jóvenes innovadores y emprendedores de éxito, que vislumbran y señalan el futuro, y antes de una personalidad internacional como la de Javier Solana, que culmina ahora una vida política intensamente volcada al servicio público, es un detalle por su parte que no puedo dejar de valorar.

Hace unos días, releyendo mis intervenciones en anteriores encuentros, me daba cuenta de que iba a ser imposible no caer en reiteraciones. Para aquellos que afirman que nuestra crisis era imprevisible, que nadie podía imaginar una debacle como la que se está produciendo, bastaría con mostrarles lo que ante ustedes dije en anteriores ocasiones: los riesgos de un crecimiento desequilibrado, los altos niveles de endeudamiento familiar y empresarial, la baja competitividad de nuestra economía en un mercado cada vez más globalizado, lo inasumible de un déficit exterior tan profundo, la necesidad de afrontar un conjunto de reformas estructurales, etc.

Recordarán que por mis afirmaciones de entonces, tanto en este como en otros foros, se me calificó como “profeta de la catástrofe”, “apocalíptico” y “antipatriota”. Creía entonces, como creo ahora, que mi obligación y mi responsabilidad era advertir que, por el camino que íbamos, nos alejábamos de la senda de un crecimiento sostenido y estable. Y sin un crecimiento sostenido y estable es imposible asegurar nuestra expansión económica, nuestros niveles de desarrollo social y la convergencia real con los países más avanzados de Europa.

En más de una ocasión me he creído afectado por el síndrome de Casandra, como saben, condenada por los dioses a vaticinar el futuro, pero sin que nadie le hiciera caso. No teman; les liberaré de más vaticinios, pero me reafirmaré en la necesidad de efectuar un correcto diagnóstico de la situación y de afrontar las necesarias reformas que dicho diagnóstico exija.

Si tomamos como referente el tiempo transcurrido desde su anterior Congreso hasta hoy- un año aproximadamente- el escenario no puede ser más desalentador: una caída de la actividad económica cercana al 4%; un millón y medio de puestos de trabajo destruidos; cien mil empresas desaparecidas; una tasa de paro que duplica la media de la Unión Europea y se acerca al 20% y un gran descalabro de las cuentas públicas. Y, lo que es aun peor, un Gobierno que nos dice que vamos por el camino correcto, que estamos a punto de recuperar la senda del crecimiento y de la creación de empleo y que saldremos de la crisis al mismo tiempo que nuestros socios y vecinos.

Porque, por malo que fueran los datos -que lo son- si el Gobierno asumiera la realidad y aceptara el diagnóstico que desde los más diversos sectores e instituciones se le plantea, cabría la esperanza de una reacción positiva. Los últimos pasos, concretados en los Presupuestos Generales del Estado y la subida de impuestos, me obligan a decirles que he perdido ya toda esperanza de una rectificación por parte del Gobierno del señor Rodríguez Zapatero.

Como saben, desde el mismo día del debate de Investidura, en abril del pasado año, le he ofrecido al Presidente del Gobierno, una y otra vez, un amplio acuerdo que nos permitiera afrontar conjuntamente la salida de la crisis. Se ha aceptado nuestro apoyo en las normas de reestructuración del sector financiero y mantenemos conversaciones sobre posibles acuerdos en materia educativa y de energía, pero el Gobierno no ha creído conveniente un acuerdo global, que hubiera generado una mayor confianza, tanto dentro como fuera de nuestro país. Créanme si les digo que por sentido de la responsabilidad mantenemos abierta nuestra oferta, pero, a día de hoy, no veo posibilidades reales de que el Gobierno modifique su posición.

Esta es la situación. O, mejor dicho, una parte de la misma; porque durante este tiempo, también se han producido hechos positivos que ayudarán al relanzamiento de nuestra economía, una vez que ésta salga del actual escenario. Me refiero a las actuaciones que las empresas están adoptando para afrontar la crisis y prepararse para el momento del fin de la misma: adaptación a las nuevas circunstancias del mercado, desendeudamiento, contención de gastos, búsqueda de mercados internacionales, etc.

El problema estriba en que no sabemos cuánto tendrá que pasar hasta que salgamos de la crisis. Hay quien ha confundido unos datos menos malos con una mejoría; así, por ejemplo, desde el Gobierno se nos dice que estamos mejorando porque los datos del paro registrado por el INEM en el mes de octubre (recuerden, noventa y nueve mil parados más que en septiembre) representan la mitad con respecto al mismo mes del año anterior. Claro que olvidan que éstos hay que añadirlos a los anteriores. Y así con todo: es evidente que los momentos álgidos de la crisis -medida ésta en caída de la actividad y destrucción de empleo- han quedado atrás, pero si bien el año próximo el comportamiento del PIB será menos malo que el de éste, será una caída sobre caída. Y, en cualquier caso, es una frivolidad afirmar que estamos mejorando, cuando las propias previsiones del Gobierno en los Presupuestos Generales del Estado estiman que en 2010 se destruirán más de trescientos mil empleos netos en términos de Contabilidad Nacional.

Afirmaciones como esta suenan a sarcasmo en los oídos de aquellos que pierden su empleo, de los que incrementan las listas del paro, de los autónomos que se ven obligados a cesar en su actividad y de los empresarios que no tiene más remedio que cerrar sus empresas.

He dicho que los momentos más críticos han pasado y creo que en esto convendrán ustedes conmigo. Cuando nos veíamos en Madrid hace un año, existía una sensación de pánico ante la posibilidad de un crack en el sector financiero; a estas alturas se puede aseverar que eso no va a producirse. Todavía quedan entidades financieras que van a pasar dificultades y algunas se verán obligadas a fusionarse o a desaparecer, pero se ha disipado buena parte de la desconfianza que se adueñó de los mercados financieros. Por otro lado, si uno de los problemas más importantes que tiene la economía española es su altísimo nivel de endeudamiento, no es menos cierto que la tasa de ahorro de los hogares españoles es ya de un 24%, cuando hace dos años estábamos en el 11%. Sin duda que en esto ha influido la desconfianza en el futuro inmediato, pero el hecho es que somos menos dependientes del ahorro exterior para asegurar nuestras inversiones.

También ha mejorado la tasa de cobertura de nuestro sector exterior; el déficit en este campo, que llegó a estar por encima del 10% del PIB, se situará el año próximo en el entorno del 5%, dato todavía preocupante, pero mucho más asumible. Es verdad que esta mejora relativa no se debe a que se haya incrementado el volumen nuestras exportaciones, sino al descenso brusco de las importaciones, pero la realidad es que este desequilibrio se está corrigiendo.

Ahora bien, si no se realizan reformas estructurales profundas, si no se afronta con extremado rigor el déficit de nuestras cuentas públicas, si no se ponen las bases para una urgente mejora de la competitividad general de la economía española, corremos el grave riesgo de entrar en una fase de bajo crecimiento incapaz de generar empleo y de frenar el incremento del paro.

Y, en ese sentido, las empresas pueden hacer todo tipo de esfuerzos, y deben seguir haciéndolos, pero si las Administraciones Públicas se convierten en un pozo sin fondo de atracción del dinero, ya sea vía incremento de impuestos, ya sea demandando créditos a las instituciones financieras para cubrir su déficit, el estancamiento de la economía española será prolongado.

Piensen, a estos efectos, que en estos momentos el Sector Público acapara toda la escasa financiación nueva de nuestra economía. En lo que llevamos de año, el crédito a las empresas ha caído en tres mil millones de euros con respecto al año anterior y el crédito a las familias en cuatro mil quinientos millones de euros, mientras que el conjunto de las Administraciones Públicas se ha financiado por un importe de noventa y dos mil millones. Es la expresión más clara del creding out, en que el sector público compite con el sector privado para conseguir créditos y puede acabar expulsando a este último del mercado crediticio.

Si hiciéramos una encuesta entre los empresarios españoles y les pidiésemos que identificasen sus principales problemas en estos momentos, es seguro que en sus respuestas aparecerían los impagados y las enormes dificultades para conseguir crédito. Pues bien, si la política fiscal y presupuestaria en lugar de contribuir a solucionar el problema del crédito para las empresas y las familias lo empeora, estaremos caminando en el sentido opuesto al necesario.

Otro tanto podríamos decir de la subida de impuestos. Cuando la demanda interna está cayendo a unos ritmos desconocidos hasta ahora, subir los impuestos es el peor de los remedios. Subir los impuestos significa menos consumo, menos inversión y, por ende, más paro.

El Gobierno parece olvidar que el hundimiento de los ingresos fiscales –un 36% menos en dos años- no se debe a que se hayan modificado los tipos, sino al brusco descenso de la actividad económica, con la consiguiente reducción de la recaudación fiscal que grava el consumo, la renta de las familias y los beneficios de las empresas.

Y además, estas subidas de impuestos, incluso dando por buenas las previsiones de ingresos formuladas por el Gobierno en los Presupuestos Generales del Estado, no supondrán mejorar el déficit público más allá de un punto del PIB, que supone algo menos del 15% del déficit previsto.

En fin, señoras y señores, amigas y amigos, una más de las improvisaciones a las que tan acostumbrados nos tiene el Presidente del Gobierno. Pero dejemos, aunque sólo sea por un momento, tranquilo al Gobierno y a su Presidente, para tratar de exponer fórmulas alternativas.

Muchas veces me preguntan: “señor Rajoy, ¿y usted qué haría?”. Pues les diré: lo primero, ser previsible. Fíjense que el Gobierno no me acusa ahora de catastrofista o antipatriota, sino de ser previsible. Es más, de ser “muy previsible”, como me imputó en el Debate de Presupuestos la Vicepresidenta Segunda del Gobierno y Ministra de Economía y Hacienda, Sra. Salgado. Pues bien, estoy encantado de ser previsible.

Previsible es lo contrario de la improvisación, de los bandazos, de hoy bajar los impuestos para mañana subirlos, de apostar un día por la Investigación, Desarrollo e Innovación y otro bajarles las partidas presupuestarias… Previsible es, tras un diagnóstico objetivo, diseñar un plan global y ejecutarlo a lo largo de la legislatura. Yo formé parte de un Gobierno del que se podrán tener las opiniones que se quieran, pero nadie podrá tildar su gestión económica de improvisada o imprevisible. Pues eso, lo primero, ser previsible.

Lo segundo, poner orden en las cuentas públicas. En las circunstancias actuales, en esta situación de emergencia fiscal en la que nos encontramos, es preciso iniciar un proceso de amplio consenso político, social y territorial para poner orden en las cuentas públicas. Un consenso en el que se defina, de forma realista, cuánto vamos a poder recaudar en los próximos años, cuánto hay que ir disminuyendo la deuda pública y qué reducción del déficit es necesaria, año a año, para hacerlo.

Elaborado este escenario a medio plazo, el conjunto de las Administraciones Públicas tendrán que redefinir sus parámetros de gasto para hacerlos compatibles con las reducciones fijadas previamente, tanto del déficit como de la deuda.

Ese ejercicio de austeridad supondrá precisar qué servicios y prestaciones públicas necesitan mantenerse a toda costa. No tendríamos gran dificultad en ponernos de acuerdo sobre esta materia: Sanidad, Educación, Servicios Sociales, Administración de Justicia, Seguridad… La financiación debe recibirla el que tenga las competencias, ya sea Administración Central, Comunidad Autónoma o Ayuntamiento.

Todo esto hace imprescindible, insisto, un gran acuerdo nacional entre las fuerzas políticas y con todas las Comunidades Autónomas. Lo hemos ofrecido ya varias veces en el Congreso de los Diputados, pero el Gobierno no ha tenido a bien ni en dar por recibida la propuesta.

Y tercero, si estamos todos de acuerdo en la necesidad de incrementar los niveles de competitividad de la economía española, sería conveniente dejar de marear la perdiz y ponerse a ello.

El Gobierno parece haber descubierto ahora –con algún retraso, por cierto- que algunos sectores de la Economía española no van a seguir siendo locomotoras de la actividad económica. Eso les lleva a proponer como clave de la recuperación la creación de un “nuevo modelo de crecimiento”, que el Presidente del Gobierno llegó a sintetizar con el pareado “menos cemento y más conocimiento”. La idea que subyace es que alguien, desde el despacho de un Ministerio, es capaz de identificar cuáles van a ser los sectores productivos de futuro de un país. O sea, la vuelta a la planificación del desarrollo. La historia está llena de ejemplos del fracaso de estas estrategias.

A mi juicio, el camino se recorre al revés. Los poderes públicos deben contribuir a la creación de un marco de actuación favorable a la actividad económica. Remover los obstáculos al desarrollo y propiciar un entorno favorable a los emprendedores, a los que se arriesgan, a los innovadores. Los poderes públicos, en suma, deben crear las mejores condiciones para el desarrollo empresarial. Cuando eso ocurre, las empresas surgen, los proyectos aparecen, y los países prosperan.

Son los emprendedores quienes, en un marco de condiciones favorables, asumiendo riesgos, intuyen en cada momento cuáles son los sectores capaces de generar riqueza y empleo.

Y, en este orden de cosas, si estamos de acuerdo –y creo que lo estamos- en la importancia de la competitividad para la recuperación y el desarrollo futuro de la economía, el papel de los poderes públicos debe ser la promoción del mejor escenario de competitividad.

En las actuales circunstancias españolas eso exige, en mi opinión, profundas reformas estructurales que podríamos resumir en los siguientes puntos:

Reforma del sistema educativo. Es imposible pensar en una sólida recuperación de futuro si seguimos arrastrando el fracaso escolar más alto de la OCDE. Suena a sarcasmo vender un futuro basado en la Economía del Conocimiento y la alta tecnología, en un país en el que el 30% de los jóvenes no terminan la fase obligatoria de sus estudios.

Reforma fiscal. La reforma fiscal que planteamos no busca incentivar la demanda por talonario, como los famosos 400 euros, sino apoyar la inversión empresarial. Por ello, es necesaria una rebaja real del tipo del impuesto de sociedades. Esta rebaja ha de complementarse con nuevas medidas de regularización de balances, un tratamiento fiscal más adecuado de la morosidad, nuevas tablas de amortización, etcétera.

Reforma del mercado de trabajo. España es el país que más empleo destruye en las fases recesivas del ciclo económico. La evolución del mercado de trabajo muestra que es necesaria su reforma. Es imprescindible abordar cuestiones como la dualidad, la formación profesional, la eficiencia en la cobertura de vacantes y la negociación colectiva. Mejor con consenso, pero la falta del mismo –en su caso- no puede eximir a un Gobierno de sus responsabilidades.

Reformas institucionales. Se debe modernizar el marco institucional en el que se mueve la actividad empresarial. La justicia tiene que funcionar, porque el coste económico de la “no-Justicia” es una grave desventaja competitiva de cara a la recuperación. Específicamente, se han de establecer normas claras y aplicables para los problemas de morosidad, derecho concursal, seguridad jurídica de los contratos, etcétera.

Reforma del sistema energético. La energía es otro elemento esencial de competitividad. Necesitamos seguridad eficiencia y sostenibilidad energéticas. Esto exige un debate en serio sobre el futuro del sector y sobre las fuentes de energía. Y, en segundo lugar, seriedad en la aplicación de las reformas que sea preciso implementar.

Reforma de las Administraciones Públicas. La competitividad de la Economía española exige unas Administraciones Públicas –Central, Autonómicas y Locales- que no sean un lastre a la recuperación, sino un impulso a la misma. Es el momento de una mejor coordinación, de eliminar duplicidades, de suprimir lo redundante o lo superfluo.

Fortalecimiento de la unidad de mercado. Las barreras artificiales y en muchas ocasiones caprichosas que crea la proliferación de normas y regulaciones autonómicas no pueden ser un freno a la recuperación económica. Tenemos que conciliar el reconocimiento de la diversidad con las necesidades de eficiencia que a todos nos afectan.

En síntesis, esta sería una propuesta alternativa a la que está desarrollando el Gobierno del señor Rodríguez Zapatero. Nos acusan, una y otra vez, de no presentar nuestro programa, de limitarnos a un “no” sistemático y de infundir pesimismo entre la población. No deja de ser curioso que aquellos que nos acusan de estas prácticas veten nuestras propuestas en el Parlamento -como ha ocurrido hace unos días en la Comisión de Presupuestos del Congreso de los Diputados-, rechacen sin debatir nuestras propuestas en la Cámara y mantengan una postura de cerrazón ante cualquier planteamiento alternativo.

En fin, señoras y señores, amigas y amigos. Sobre estos puntos, y todos aquellos que tengan ustedes por oportuno plantear, podemos seguir hablando a continuación. Hasta ahora, he tratado de presentarles un panorama y un catálogo de reformas inspirado en el realismo. Mi percepción trata de huir tanto del optimismo infundado como del pesimismo derrotista. No creo en las virtudes del pesimismo, ni soy yo mismo pesimista. Pero, desde luego, tampoco forjo mis planteamientos desde un voluntarismo alejado de la realidad, plagado de sueños ilusorios.

Eso sí, soy de los que cree que, partiendo de la realidad, y por dura que ésta sea, siempre es posible convertir los retos en oportunidades y las oportunidades en éxitos.

Nada más y muchas gracias.